Ya hace rato, vino a visitarme un amigo de Texas, Alex, para conocer que de bueno hay en este rincón estrecho del mundo. Traté de avisarlo que estaba medio raro pero no me hizo caso, tenía que ver para entender.
Salimos para presentarlo a unos amigos míos, y ya empezó. Tomamos un colectivo, y ya con tanto tiempo en Chile no había pensado en enseñarle como funcionaron, nomás subimos y cuando, un par de cuadras adelante, paró otra vez el conductor para que otro pasajero subiera, yo ni lo pensé mientras Alex quedó atónito a que ya habíamos contratado el taxi, y acá viene otra persona a invadir su espacio personal. Quizás alguien de Nueva York o Washington sería un poco más espantado, pero en Texas no tomamos ni taxis tradicionales, así que fue un gran ajuste y sin aviso. Habla español, pero nadie pensó usarlo: El conductor y yo ni poniendo atención, la señora nomás esperando que Alex le haga espacio atrás, y Alex mirando fijamente hacía adelante, sudando sus esperanzas de que la señora se diera cuenta sola de su error fatal. El conductor se fijó primero.
“Joven, haz un poco de espacio por favor.”
Y mi amigo volvió rápidamente la cabeza para ver al conductor, sudando ya el doble, ojos tan grandes como paltas, viviendo una especie de pesadilla gringa. Con que habló el conductor, comprendí la situación y le dije a Alex:
“A ya, mira, échate al lado nomás. Luego te explico.”
Y todo el rato pensando que jamás le explicaría, jaja, que lo dejaría con el misterio de la señora vaga que tiene prioridad en los colectivos. Que mal amigo soy.
Luego nos topamos con mis amigos de la pega, y después de saludar (Alex se acostumbró mucho más rápido a los besitos que yo), preguntan:
“Ya, donde quieren ir los gringos entonces?”
Alex, siendo “Mexican-American,” estaba otra vez atónito, ya que su mamá le había enseñado que gringo es algo despectivo que realmente no debes decir a los melaninicamente discapacitados, y jamás en su vida esperaba escuchar ese nombre dirigido hacía sí mismo. Afortunadamente, yo fui el único a darme cuenta, y antes que podía webearlo, el cubano tomó cargo:
“QUIEREN UN SACRIFICIO EL MAYA.”
Algunos discutieron un poco, o intentaron, pero ya era hecho. Ooh, pero esta vez era el Alex que iba a espantar a los demás.
Hay un bar que frecuentamos que hace un cortito, el Sacrificio el Maya, realmente asqueroso, hecho (estoy seguro) de los restos exprimidos de las toallas que usan para limpiar las mesas, y prendido antes de tomarlo para que no se puede saborear el jabón. Es para engañar a los turistas quebrados que vienen a la ciudad para experiencias exóticas. Bueno, sí es cierto que no hay cosa realmente sustituible en ninguna parte. Y es una tradición llevar a recién llegados ahí, para mechonearlos como mechonearon a nosotros cuando llegamos. Así que una vez sugerido, no había otra opción.
Sentamos a esperar al mesero. El cubano se fue al baño, y no nos enteramos de la estafa que nos había hecho hasta que llegó el mesero, no con cartas sino con una ronda de Sacrificios para todos. Todos los demás estamos molestos, porque ya habíamos pagado el piso; pero intentamos esconder los sentimientos porque no quisimos espantar a Alex antes de que lo probara. Regresó el cubano y estábamos a la hora: Antes nada, la cubana apagó nomás el suyo y rechazó tomarlo. Tomé el mío lo más rápido posible, e inmediatamente sentía la caña germinar en mi estómago. Alex tomó el suyo sin muestra ninguna de descomodidad. El único chileno verdadero seguía, tomó un sorbito y se ahogó.
No lo había apagado, así que todos estábamos un poco preocupado de que se había lastimado. Pero era de asco nomás: Le dimos unas palmadas a la espalda y recuperó, pero ya podía mirar al cortito.
“Ay güey,” dice Alex, y recoja y acaba, *suuuup* el resto de una vez.
Todo el mundo dejó de hablar y miraron a Alex con caras de maravilla. Una sola vez habían visto a un tipo tomarse más que un Sacrificio: otro cubano, un gigante, se llevó tres el año pasado, pero eso sobre horas, y todavía sufre de la caña.
“De dónde tu eres?” preguntó la cubana.
“Bueno, de Houston, como el bolillo este,” dice, refiriéndose a mí.
“Houston, de pinga,” responde ella, “de dónde es tu gente?”
“Ahhh… México.”
“EL MAYA!!! Por esooooo! Tomáte este,” dice el cubano, ofreciéndole el cortito de su esposa.
“Ya,” dice Alex, y *suuup*, desaparece un tercero Sacrificio.
El resto del bar ya estaba empezando de enterarse de lo que estaba pasando. Los demás en mi grupo ya estaban medio tomados, o que se fijaban mucho en los cortitos vacíos, o quizás sencillamente no tenían mi experiencia, pero yo fui el único en notar los cambios incipientes en Alex.
“Ya,” dije al cubano, “fuiste tu quien pidió esta weá y eres el único con vaso lleno, al seco weón.”
“Ya,” dice, y sube el vasito. Pero inhalo antes de tragar, y fue eso que lo condenó. Al olear la concocción, paró. Lo bajó un poquito y sacudió la cabeza. Y lo subió otra vez, y paró. Gruñó a través de una mueca – era claro que ya no podía.
“Ay güey, dámelo,” dice Alex. Y *suup* ahí fue un cuarto.
El bar estalló en aplausos. En diez minutos este naufrago había roto todos los récords, y ahí estaba, sentado recto, con una sonrisa placida y silenciosa, mientras todos los demás gritaron y se tiraron el pelo.
Cuando un par de iquiqueñas acercaron para tomar la mano del gringo que se había bajado cuatro sacrificio mayas, se le estaban estallando las costuras de su polera. Cuando unos pibes argentinos bravos pasaron para pedirle consejos, estaban lentamente poniéndose erectos unas plumas largas de papagayo encima de la cabeza. Y cuando vino el cubano con una ronda de mojitos para celebrar el hito, avergonzándole la esposa, Alex produjo desde la nada una hacha obsidiana y se puso de pie, cual acto destrozó lo que quedaba de la polera, revelando una red intensa de tatuajes entrecruzados, y se fue corriendo, TUM, TUM, TUM, del silencio del bar, con el hacha en la mano y su cáscara de calaca y su taparrabo de plumas y piel de jaguar puesto. Corrió en silencio, con todo el gentío viendo, hasta el pie del cerro, donde saltó y voló, hacía la estrella segunda a la derecha, derecho hasta la mañana.
***
Me levanté a la una de la tarde, con una caña para partirme la cabeza. Chequé mis mensajes, todos del grupo de anoche como de “pucha tengo la caña más fea,” y “deja de hacer pitear mi celu, tengo la caña pal pico y no puedo descifrar como apagar el sonido.” Me fui a la cocina para agua, y ahí en el living estaba Alex, sentado en el sofá.
“Como amanecimos?” le pregunté.
“Bien,” dijo, “o sea aquí he estado toda la noche viendo un ánime. Tengo otra bajada que estaba guardando para ti. La veamos?”
Así paseamos el día. Nunca había visto un ánime entera antes, en realidad no era mala.