Para Jotear el Gato

Antes de llegar a Chile, no solía tomar vino. Es que en Texas, hacemos mejor la cerveza; y además el vino en el mercado gringo, por lo menos, me dio cañas peores, como dije a unos compas de la pega, a lo mejor porque trae más preservativos.

Preservantes, me corrigieron rápidamente. Los falsos amigos, cuáles son? Las palabras mal traducidas que te meten en líos, o la gente que te permite usarlas por años sin reirte en tu cara? Bueno en Chile tenía que ampliar los gustos al igual que el vocabulario. Así que poco a poco, empecé a aprender algo de vinos.

Lo bueno es que escogí aseguradamente el mejor país del mundo para aprender de vinos. En Texas, un vino local (peor que Escudo, te juro, y además lleno de preservativos) cuesta alrededor de $10 USD. En la Santa Isabel, solía pasar el pasillo de los vinos un día viernes, pensando probar algo nuevo, y después de ver una etiqueta interesante, miraría el precio – pucha pero 6 lukas!! No quise un vino cuico, algo regular nomás!

Me dicen los chilenos que quizás Francia, California, etc, ganan los premios para los mejores vinos – pero es en Chile donde hay el mejor vino barato. Y fácil lo puedo creer. Un vino californiano de la calidad de un buen vino del súper en Chile costaría el doble. También, en los EEUU, es visto como una cosa para gente cuica, o que se presume de cuica, de catas y onanismo, perdón digo enólogos. En Chile, en cambio, hay los pregrados con el vino en cartón, los poetas que ni saben abrir una botella con corcho porque toman solamente con tapa roscada, el navegao en el invierno, la borgoña en el verano. Hay una cultura bien amplia de vino, no es solamente para Las Condes.

Pero también hay cuicos y catas, por supuesto. Una vez en la pega, nos mandaron a un congreso de vinos en, por supuesto, Viña del Mar. En el último día, hubo una excursión a una viña. Llenamos dos buses y después de un viaje bonito a través del campo, llegamos a ver donde se colocan los syrah para que se insolen lo suficiente, en qué inclinación se ponen los cabernet para que no se empapen demasiado, y como se esconden los carmeneres de los hongos europeos. El guía también nos enseñó cómo se hace la fermentación y los barriles gigantes para añejar el vino, de roble francés o, de hecho, norteamericano! Me sentía bien en casa con mis compatriotas, también disfrutando el vino. Nos dijo cómo hace tiempo alguien se preguntó por qué estaba importando toda esta madera cuando Chile estaba ahogando en robles, y añejó unos barriles en roble chileno… y el vino salió con un gusto parecido a mueble. Pero bueno, a veces la ciencia termina en desilusión.

Y después del tur, la cata. Nunca había ido a una cata, y a decir la verdad, me sentía un poco fuera de lugar. No sabía nada de vino, estaba esperando instrucciones como en la primera lección de baile, pero de escupir y todo (no sé po, así pasa en las pelis). Quizás esta fue una cata algo más proletaria, o quizás nomás me vieron la cara, pero nomás había un tipo súper seco pa los vinos hablando mientras tomábamos, de manera cotidiana. Bueno cotidiana, salvo que ni siquiera era mediodía y estaba tomándome un vaso no muy chico de un vino bueno. Y luego otro. Y luego un tercero. El tercero era muy agradable.

Decidí que me gustaban las catas, y descubrí que el sentimiento era común entre los otros asistentes del congreso. Nos empacamos otra vez en el bus para regresar a Viña. Pasamos el viaje de hora y media demasiado bien, un bus lleno de ñoños medio tomados.

Ahhh, pero me cagué el español. Al final no nos bajamos en Viña, sino en otra viña. Pasamos otro tur, tan profesional y completo como el primero, pero para gente ya algo menos profesional. “Aquí se separa la carne de las uvas de sus pepas,” dijo el guía. “Jijiji, pepas,” susurró el tipo a mi codo derecho.

Nos hablaban de las cepas que cultivaron, la calidad del suelo, lo que es un fundo y la historia de los latifundistas en Chile. Muy interesante. Y luego, pues otra catita.

Otros tres vasos no chicos de vino no para nada malo, en media hora. Ya me sentía excelente. Todos subimos al bus, y nos esparcimos bien para acostarnos en los asientos, esperando un buen viaje a través de los cerros a la ciudad, como una guagua que los papás ponen en el auto para hacerla dormir.

Nos despertamos cuando se paró el bus en la próxima viña. Miramos alrededor, un poco aturdidos y desarreglados, intentando hacer edificios de las cubas y, con seis copas de vino abordo, casi lo logramos. Ya estaba oscureciendo, pero como quiera nos enseñaron otra vez de las cepas, el agua, el weón que diseñó la etiqueta, y luego nos sentaron para otra cata. Otros tres vinos, aunque pueden haber sido tres del mismo, nomás caché que fueron rojos.

Perdí la percepción del tiempo, todo se volvió discreto y difuso, como tratar de entender una película vista solo un cuadro a la vez. Me acuerdo que entramos a un par de colectivos, sin esperanza ninguna de llegar a ningún lugar u otro. Por la ventana vi rocas, montañas, weás pegadas a las montañas, y las rocas, y me acuerdo diciéndome “toy en Chile wn”.

Llegamos a la cuarta viña casi a medianoche. Hicimos el tur, pero todo en silencio, el guía mostrándonos las cepas, el suelo, los cerros por la luz de una vela. Nos condujeron a un subterráneo para la cata, otros tres vinos con notas de muerte, añejado quizás en roble chileno. Eso terminado, salimos de la sala por una puerta inmensa de madera pesada.

Bajamos por una escalera de piedra, larguísima. A su pie había otra puerta gigantesca, la cual pasamos para entrar en una cueva, fría y oscura, y me di cuenta que no iba a haber otro bus ni colectivo, sino, si tuviera mucha suerte, un batimóvil. Busqué el transporte pero no lo encontré.

Llegaron unos tipos vestidos de manto negro encapuchado. Nos cortaron la ropa con una espada, y nos pusieron mantos iguales.

El encapuchao más alto y flaco habló.

“Ahora,” dijo, “es el momento en que se separa la carne de las uvas de las pepas.”

“Jijiji,” dijo mi compa desde el piso, “pepas.”

“Silencio,” dijo el flaco. “Ahora la primera prueba.”

Sus ayudantes terminaron de formarnos en una línea, y se pusieron en otra línea frente a nosotros.

“Cómo se marca la diferencia entre un vino argentino y un vino chileno?”

“El vino argentino también es chileno,” dijo alguien. Eso hubiera sabido sin todo esto.

“Ya. La segunda prueba,” anunció el flaco, tomando un piso adelante con todos sus compañeros. 

“Tu,” me dijo a mi. “Qué se echa al vino para que no se eche a perder?”

Abrí la boca para responder. 

“P… pr… pl… “

No alcancé formar la palabra, ni la correcta ni la mala. “Ples, ase. Persante. Pis.”

Me acuerdo vagamente que me echaron, y no más. Me desperté en la mañana, en mi propia cama, vestido todavía en el manto y con una tremenda caña. Lo malo es que en realidad no es negro, es un púrpura profundo – parece que lo tiñeron con vino. Le tenía esperanza, pero por el color y el olor, realmente no lo puedo poner para salir.