El Cubano

Una consecuencia de ser un extranjero es que tus amigos suelen ser extranjeros también. Automáticamente tienen algo en común: tampoco saben que chucha está pasando en sus alrededores. Para el extranjero todo es un misterio: no se sabe porque un desconocido te sonríe, porque esos asientos en la micro están desocupados aunque hay gente de pie en el pasillo, porque “la raja” significa cosa buena, porque no te invitaron si no saben como te pones.

Pero puede ser para distintas razones. Puede ser porque viniste para aprender un idioma y todavía no has encontrado el tiempo para hacerlo, entre todos los mensajes nuevos en el feisbuc y toda la pornografía no consumida. O puede ser porque viniste pensando que habías crecido con la lengua, pero sale que en el nuevo país ocupan consonantes.

Encontré que era difícil entender a los chilenos, pero el cubano es otra cepa enteramente. Jamás olvidaré la primera vez que escuche a unos cubanos hablando entre sí: Me acordaba de una escena que vi de niño en una película, de una cascada tremenda, el agua chorreando a la velocidad de luz, confusa y peligrosa. Y de repente se enteraron de mi presencia, y uno dijo en voz clara para que todo el mundo le entendiera:

“¡Éste tiene olor de imperialista!”

No sabía que decir a eso, y no solamente porque todavía no había aprendido como manejar los garabatos.

A pesar de las diferencias políticas, y de que ninguno de los dos pudiera hacerse inteligible en castellano (o quizás por esto mismo), yo y el cubano nos hicimos amigos, y aterrorizamos a todo el mundo normal. Él me dio a conocer a la maldición gitana, la cual ya tuteamos; a los turistas argentinos preguntábamos de las Islas Falklands y a los británicos de las Malvinas; bailamos salsa durante la cueca y tomamos más que dos terremotos. Lo pasamos la zorra.

Un día, decidimos aprender surf. Fuimos a la playa, y después de meternos unas cuantas empanadas y chelitas, arrendamos tablas y neoprenes y nos metimos a las aguas espantosas del Pacífico. Los dos subimos a la primera ola. Yo me sentí plenamente majestuoso: Sentado en el mar un segundo, y de repente yendo demasiado rápido en la tabla, con el rugido de la ola y el súbito viento en los oídos, encima y parte de todo. Me sentí un verdadero imperialista, que ni siquiera la primera ola podía resistir la conquista.

Pero después de la primera, se fue la suerte. Yo no subí ninguna otra, y el cubano “cogió” una más a mitades, pero se lo jaló por abajo y lanzó la tabla unos tres metros en el aire. Llegaron más, pero las puntas más altas siempre llegaron adelante o detrás de nuestra posición. Buscamos un par de horas para el sitio ideal, donde había mucha espuma de olas anteriores, donde se estaban lanzando los otros surfistas, haciendo análisis estadística de que distancia de la playa suelen puntear. Pero nada funcionó, y de repente nos dimos cuenta que estábamos muy cansados.

Empecé a nadar a la playa, y apenas avanzaba. El corriente se había cambiado, y estaba chupando en dirección de pleno Pacífico. Después de haber sido aplastado por olas completamente sin control, de tener la tabla de mi compañero lanzado directamente a mi cráneo, de haber tragado agua salada suficiente para hacerme charqui, estaba por primera vez realmente espantado. Batallamos casi quince minutos para salir, tornándonos más y más fatigados. Por fin, toqué las piedritas con mis pies y salí corriendo, colapsando en la arena. Mi amigo, en cambio, no tenía tanta suerte: en el mismo minuto, le arrastró una ola, y no le volví a ver.

Sentía horriblemente culpable. Escuchaba en todas partes la risa de mi amigo difunto, hasta las canciones de los pájaros me acordaba de su discapacidad para los consonantes. No podía trabajar bien, y aparte de ir a la oficina no salí de la casa por meses. Pero poco a poco, volví a la vida. Uno de los primeros días de esfuerzo, había ido al emporio para comprarme una empanada de recuerdo, y me encontré con la esposa de mi amigo, otra cubana que había venido a Chile para estudiar un doctorado.

“¡Gringo!” me dijo. “¡Tanto tiempo!”

La saludé y me disculpé por no haberla contactado en tanto tiempo. Durante mi reclusión, pasaba mucho tiempo pensando en lo que quise decirle a la mujer que hice viuda, y aunque estaba mal preparado, empezó a salir en trocitos exquisitamente tallados aunque desorganizados todo mi discurso, pero de repente me paró.

“¿De que pinga estás hablando?”

Salió que mi amigo, después de haber sido arrastrado al mar, sobrevivió ahí unas semanas flotando. Comía peces que capturó con su engaño comunista, y aves marinas que aterrizaron en la tabla para descansar. Después de alrededor de un mes así, la marea le empujó a tierra en Miami el día antes de que terminara la política de pies secos/pies mojados, ya se había encontrado con la familia allá, consiguió una pega y había hecho amistades. Ella iba a juntarse con él cuando se graduara al final de año.

“Y no te dijo nada, supongo.” El regaño futuro era implícito en su tono.

Pues no, es así. Vive en el momento.