Voy a tomar esta ocasión para hablar de las cosas que más me costaban en Chile.
Cuando fui al hospital público para arreglar a un amigo, estaba cagada de sueño y de pena. Eran las 5:30 de la mañana y hacía frío, y yo, por medias con caña y por medias todavía borracho, pensaba que fue por culpa mía que asaltaron a mi amigo, y que fue por culpa mía que estaba en peligro de perderse la ceja. Y tiritando en la sala de espera, lo que me distraía de estos pensamientos era un perro. Un perro. En la sala de espera de un hospital. En ninguna otra ocasión he quejado de los quiltros, pero creo que hay lugares en que no pertenecen.
Esperando el bus en la estación de Pajaritos. Hay una tiendita en donde venden empanadas muy wenas, a mí me encantan y siempre recomiendo a visitas que pasen por ahí a probar. Pero parece que los Santiaguinos las favorecen aún más que yo: he visto tipos comiéndose una empanada de pino, y cuando se les escape la aceituna, se agachan para recogerla del suelo y SE LA COMEN. Fuera de una planta de tratamiento de aguas residuales, no puedo imaginar un suelo más asqueroso, pero bueno, puede ser mi hipocondría (ver despacho anterior).
La otra cosa que me ha costado, y por razones completamente distintas, es la de los besitos.
En el mundo angloparlante, siempre se saluda con la mano, hombres y mujeres. Si es una relación ya establecida, muy cercana, y en una situación muy informal, puede ser un abrazo, pero jamás con besitos (con excepción de algunos elementos muy cuicos en Inglaterra que se creen continentales). Hasta cuando estoy de vuelta a Texas después de seis meses en Chile, abrazo a mi mamá pero no nos damos besitos.
En realidad, si la situación no es muy formal ni la relación muy cercana, lo más común es dar un saludo verbal nomás.
Sabía, llegando a Chile, que la gente latina se saludaba con besitos. No era cosa inesperada o molestosa. Cuando llegué por primera vez a la oficina, saludé a mi nueva jefa y a la dueña del departamento donde iba a quedar, me fui a la pieza, bajé las cosas y dormí tres días. El problema me esperaba, como suelen hacer, para el lunes.
Llegué de nuevo a la oficina. Bajó a recogerme la jefa, y me saludó con besitos. Me acuerdo pensar en ese momento: jaja, sí, me acuerdo de ti del jueves, y subimos para que me presentara a todos los demás. Uno por uno, una por una, saludaba a todos, yo batallando para acordar sus nombres mientras enseñándoles como pronunciar el mío. Confundido y lleno de humildad, retrocedí a un escritorio de la sala para empezar mi trabajo.
Me fijé fuertemente en el proyecto, tratando de hacer una buena primera impresión. Pero los ruidos de la sala me distraían. No tanto las voces, sino el “clic” de los lápices de repente puestas en la mesa, el movimiento de las sillas, y el “pop” constante de los besitos cuando pasaron más y más personas por la sala.
El próximo día, el martes, llegué a las nueve de mañana, a lo gringo, antes de todos los demás, y ya que ni siquiera me habían dado las llaves, no podía entrar a la oficina. La próxima en llegar era la jefa, y, después de saludarme, me dejó entrar y me puse a trabajar. Sobre las horas siguientes, lentamente entendía con horror lo que se esperaba de mi en mi vida nueva: saludar, de mano o con besitos, a cada uno, individualmente, TODOS Y CADA UNO DE LOS DÍAS.
No es que me daba lata, o que temía los gérmenes. Es que nosotros los gringos tenemos una fobia de interrumpir a la gente si no es estrictamente necesario. Además, tenemos una percepción del espacio personal un poco más amplio: tendemos a preferir mantener un poco más distancia mientras hablamos, y uno se siente raro cuando alguien no muy conocido te acerque mucho. Especialmente si uno es un hombre entrando a la “burbuja” de una mujer, se ve sexista y una invasión del espacio personal.
Ahora espero que entienden lo que estaba dándome cuenta. Iba a tener que suprimir todo el acondicionamiento de décadas de cultura gringa, para invadir todos los días el espacio de todas las mujeres que apenas conocía. Hasta exigía de mi polola que practicara conmigo para perfeccionar la técnica. Y resultó como quiera en fracaso.
No podía esforzarme llegar a la sala y interrumpir a todas y darles besitos, sin sentirme como el peor tipo de engrupidor. Llegué, hice que no podía ver a nadie, tomé mi asiento, y me puse a trabajar. Más o menos me acostumbré a estar interrumpido y a recibir saludos y besitos cuando alguien llegara a la sala, pero no me podía cambiar. Pensaba que a lo mejor, mis colegas entenderían que a este gringo le estaba costando acostumbrarse y si quisieron besitos de mi, todo que tendrían que hacer era ven a pedirlos.
No funcionó tan bonito, todos me pensaban un pesado. Y sentía que no me iba por lo mejor, así que intenté explicarme a la dueña de mi depto.
“Sé que los besitos son costumbre acá, pero me hacen sentir incomodo!”
“Jaja! En serio Gringo? Pero incluso tu eres hombre!”
“Por lo mismo. Me siento que estoy invadiendo el espacio de las mujeres y – “
“Aaa, eso sí! Sí me siento invadida, y odio que me interrumpan cien veces en la mañana y tengo que dejar lo que estoy haciendo para unos besitos estériles de gente que apenas me gusten! Pucha que costumbre más feo.”
Yo: “…” “Eso no me lo hace más fácil.”
Pero poco a poco, rompían las cicatrices de la gringüidad y podía saludar a todo el mundo, todos los días, incluso con besitos, sin pensarlo demasiado. Solamente me demoré dos añitos. Y ya ahora, cuando esté en una fiesta en Texas, y alguien se levanta para ir, me siento incomodo no ponerme de pie y despedirlo/la con abrazos y besitos. Puta vida.