Después de tanto tiempo sin salir, somos todos gente muy literaria, cierto. Ya entendimos lo que es ser condenado a cien años de soledad. Antes que nos coman las hormigas, les cuento que hace un par de gringos encerrados en la casa por semanas. Me imagino que van a poder pillar semejanzas, y quizás también unas particularidades.
Al principio era nomás la bacanez, la pulentitud, la chideridad de estar en casa y no tener que viajar a la pega ni lidiar con los compañeros pesados del trabajo (los pocos, los muy pocos del grupo que son fomes, al resto los quiero mucho y los extraño ❤️ OwO). Sí, hubo más reuniones más o menos sin punto con aún más problemas técnicos, pero fuera de esas horas nadie me molestaba, no tenía que navegar los charcos de pis en el baño, podía hacer pedo cuando me diera la gana y NADIE se quejo de mis tazas sucias del tecito!
O sea, no hasta que acabara la jornada laboral, y la polola me pilló en mi esquinita con 1776 tazas sucias amontonados alrededor con excepción de una zona de inhibición dentro del campo de vista del webcam, y me mandó a lavarlas todas antes de la once. Ufff peor aún que en la oficina, donde tengo uno o dos que ando reutilizando durante el día. Esa fue mi primera lección dura de la cuarentena: que sigue habiendo reglas y no se ha vuelta todo una cuestión de contención, sea de percepción o de otra cosa.
Pese esto, la percepción siguió siendo importante, y teníamos que ir cambiando un poco los hábitos para acomodarnos a la nueva situación. Solíamos no cerrar las persianas durante el día, para que entrara mejor la luz; ya se quedaron más o menos cerradas, para que en las llamadas de zoom y webex no pareciéramos angelitos transmitiendo desde el cielo. Inventé un “uniforme de mentira”: le robé a mi polola un suéter de cuello alto, para que nadie al otro lado del internet se diera cuenta de que tenía puesto la misma pijama toda la semana.
Y aprendimos cosas sorprendentes, principalmente el valor de una silla buena. En la oficina teníamos sillas súper bacanes de segunda mano, y en la casa unas sillas planitas de madera con la mesa y el sillón. El sillón es súper apto para los videojuegos y la pizza y no tanto para fijarse y trabajar porque impide la buena postura, o por lo menos esa es la razón que me dio la polola cuando me vedó de trabajar allí. Así que me tocó una silla de madera, y a la polola también (al principio).
Ella se quejó primero.
“Fue piola un par de días pero esa silla de mierda ya me está matando,” dijo. “Me duelen los hombros, el cuello, la espalda, y me está aplanando el poto.”
“Estoy con lo mismo,” dije. “Ya se me ha ido todo el cojín. Ya, pero que podemos hacer?”
“Bueno yo me clamo el sillón. Qué vas a hacer tú?”
“Oye y tu postura?”
“Puse unos libros debajo de la compu y ya está al nivel de mis ojos. Acuerdate Gringo que soy más bajita que tu, no te preocupes por mi postura.”
Así que me fui a buscar una silla de oficina. En línea, obviamente, ya estaba todo cerrado. Quise algo simple y medio baratito, pero más o menos ergonómico, nada cuático. Y saben que, cuático empieza aquí ___ y ergonómico empieza aquí ˜˜˜˜. Me topé con una página de sillas de gamer, me dije nahhhh no quiero nada tan fancy, y sale que esas son un cuarto del precio de las sillas que teníamos en la oficina, con ergonomía correspondiente.
Así que me ordené una silla de gamer a cambio, efectivamente, de un riñón, pensando que como quiera me iba a salir más económico que un quiropráctico y cirugía de lomo después de unos meses.
Nuestra segunda sorpresa fue que, cuanto más duró la cautiverio, más bajó la demanda para reuniones y más bajó la estructura del día. Con el tiempo, se podía trabajar y terminar de trabajar y dormir y comer a la hora más conveniente. Empezamos a trabajar hasta que nos dio hambre y comimos, y luego nos pusimos a webear hasta que nos dio sueño y dormimos. Tenemos tres gatos, y los gatos ayudaron mucho en desatarnos del ritmo diario, ya que ellos jamás tenían un ciclo fijo de sueño, y también siempre tienen hambre. Al final nos dislocamos casi por completo del mundo exterior. Como ejemplo, una conversación:
“Oye ya no hay leche ni palta, vamos a la tienda?”
“Qué día es? No quiero ir en un fin”
“A verrrrr… Miércoles. Mi papá me habla los viernes, y hablé con él hace cinco sueños.”
“Vale, vamos.”
*abro la puerta* “Ah, puta, es noche. Vamos mañana.”
Entre el trabajo y el sueño y las llamadas con todos los papás y abuelos y primos lejanos, llenamos el día con quehaceres retrasados. Limpiamos la cocina. Recogimos el cuarto. Cortamos las uñas de los gatos. Repintamos el horno con la pintura roja de auto que sobraba del techo del baño (un relato para después).
Luego luego, se atenuaron los quehaceres. Empezamos, entre atisbos de las noticias y tareas de la pega, de sentir la emoción más temida de todas las emociones gringas – falta de productividad.
Mi papá me estaba mandando textos cada rato, preguntándome “Qué desempeñaste hoy día?”. Además, los amigos gringos (los contactos de negocio, me corregiría el cubano, que en Miami descanse) pusieron en el face que Shakespeare escribió King Lear en la cuarentena, y Newton escribió la Principia en la cuarentena, y Takeru Kobayashi desarrolló su técnica de comer 50 completos en la cuarentena. Y, desgraciadamente, tanta era mi soledad, aparte de la polola, nomás con mi mente gringa, (y ella más que media gringa también), que me sentía avergonzado, y empecé a “producir.”
Bajé y leí libros importantes (empezando con King Lear y la Principia, para inspiración). La polola desarrolló una rutina de ejercicio, una mezcla de tai chi con crossfit. Tomé lo que sobraba de la pintura y pintamos en una pared un campo de amapolas infinito. Aprendí persa por si me llama después de todo esto el departamento de estado (ما همیشه پارس خواهیم داشت). Una weá de ansiedad.
Pese eso, decir la verdad, era una existencia media serena. Me di cuenta de que soy más introvertido de lo que pensaba, aprendí harto, hicimos bonita la casa, y cuando se me agotaron las ideas, aprendí a relajarme un poco. Y, un día saliendo a la tienda, me di cuenta también que habían pasado varios meses, y que había pasado todo. Resultó que la silla que me había comprado nomás para conservar el poto también tenía función de maquina del tiempo, y por eso era tan puto caro.
He regresado a relatar a ustedes que sí paso duro, sí pasamos por tiempos difíciles, y sí pasa. Y al otro lado el mundo está un poquito más justo, un poquito más equitativo, y todos valoramos un poquito más a los seres queridos que no pudimos ver durante el encierro.
Ya, y supongo que todavía se están preguntando en que momento me volví buena persona. Soy buena persona en tanto que me quedé en la puta casa. Lávense las manos niñ@s.