Un lindo día de verano, me llegó un WhatsApp invitándome a mi y a mi polola a un carrete. Este gesto simple y simpático me complicó por varias razones.
Primero, era de mi jefa, en su casa. Nunca me había invitado a la casa antes. Siempre tuve muy buena relación con ella, pero ir a la casa del jefe siempre está complicado – ¿cómo me comporto? ¿cómo me visto? ¿qué traigo para la mesa? En general la respuesta es traer algo simple (y al final que nadie le gusta), vestirte ligeramente incómodo, y mejor comportarte no haciendo nada y diciendo casi lo mismo hasta que agarres el ritmo, usualmente en la tercera o cuarta visita. Y eso ya en mi propio país. Estando en el extranjero, se me llenó la cabeza de aún más ansiedades.
El segundo problema, uno un poco más pertinente que mi mente exagerando, era que ya estuvimos en la playa con el cubano (antes de su accidente), y, por supuesto, ya estábamos tomando el vodka que él había llevado [pd: en un frasco de plástico y biodegradable, por si acaso!!]. No sabía como decir “no jefa, ya estoy incapacitado”, pero la situación elevó por una orden de magnitud mis inseguridades.
Mi polola se dio la vuelta en la toalla, me vio la cara y me preguntó que había pasado. Le dije a ella (que también es gringa pero de una familia mexicana) que nos había invitada la jefa a su casa, y no sabía que hacer, ya que estábamos por acabar con el orgullo polaco [pd: en su frasco ambientalista].
“No te preocupes tanto,” me dijo. “Va a ser carrete de amigos, no de trabajo. No empieza hasta las 22h y dice que es de ese tipo que no va a terminar hasta las 5. Vamos nomás.”
“Pero como podemos llegar ya medio tomados!” exclamé, totalmente sorprendido.
“A dónde vamos?” preguntó el cubano, regresando de las olas y cayéndose en la arena. “Dices que quieres tomar más?”
“No,” le dije, y le relaté la situación.
“A ya, pero eso sería súper divertido!” cantó. “Vamos a las 22!”
Ahora se cambiaron las cosas por lo peor. En Texas, siendo invitado a la casa de alguien no se puede jamás invitar a más personas, especialmente a la casa de la jefa, especialmente si nunca habías ido antes, especialmente si ella ni siquiera conoce al weón que estay llevando. Pero tampoco se puede decir a alguien que no está invitado! Sentía toda la sangre evacuándose de mi cabeza. Busqué en mi mochila para mi paltomiel [1], y me eché un cortito.
“Chucha que hacemos,” le dije a la polola, en inglés para maximizar la discreción.
“Supongo que vamos a tener que buscar una botellería por aquí después de irnos, no conozco nada por estas partes,” dijo.
“Nopo! Como decimos al cubano que no está invitado!”
“A pues, mira, si estás preocupado le mandes un texto a tu jefa y pregúntale si hay problema si viene él también.”
Discutimos un poco, pero al final eso fue lo que decidimos hacer. Agonicé 20 minutos en redactar el mensaje. No había forma que me gustó, porque sentía que ni tenía derecho de hacer la pregunta. Finalmente, tenía algo que expresó la pregunta en sí, mi duda, y algo de vergüenza, y lo mandé.
En cinco minutos vino la respuesta: “A ya, vale, que venga nomas”.
No sé si decidí que debería de rendirme a sus argumentos basados en el panamericanismo, o nomás fue la pudridez soviética que llevaba en mis venas, pero me accedí y nos fuimos, yo solamente instruyendo/rogándoles que se portaran bien, y que teníamos que partir a una hora respetable, no a las 4 o 5 de la mañana.
Llegamos por caminos misteriosos a la casa de mi jefa, y ya estaba armado el carrete, así que no me sentía tan malo por haber llegado con +2 cuando la invitación era para +1. Entramos a la casa, nos presentamos a mi jefa, todo bien. Nos presentó a los demás invitados, de los cuales había hartos, y me enredé conversando con otro colega de la pega mientras que la jefa le enseñó su casa a mi polola. El cubano, en su elemento, ya había desvanecido de mi percepción.
Media hora después, serpenteé a la cocina, donde encontré entre la muchedumbre a mi jefa hablando con la polola y un par de chicas más, de qué tal México o algo así. Me vio y anunció:
“Mira, estamos todos aquí!” Muy emocionada, nos puso en un círculo. “Tenemos gente de México, EEUU, Perú, Colombia, Chile, Argentina, Brasil, Alemania, y Cuba!”
Una de las colombianas, una amiga de una amiga, le dijo a mi compañero: “Tú no puedes ser cubano, todos los cubanos son negros.”
Cayó un silencio, aparte de mi amigo respondiéndole, “Bueno tú no puedes ser colombiana, todas las colombianas tienen nalgas.”
Pensaba morirme de vergüenza. El resto del grupo estaba cayéndose de la risa.
“Que bailen!” dijo mi jefa. “Para mostrar quien miente y quien no!”
Alguien cambió la música a salsa heavy, y todos los espectadores se orillaron a las paredes. Empezó el baile.
El cubano no es gran bailador… por estándares cubanos. Entró con un movimiento simple, y la colombiana con ferocidad. Ella martilló el piso con tanta rabia que surgió espuma en las cervezas en los mesones. Mi amigo siguió con sus pasos simples, mirándola fijamente y sonriendo como un demonio.
Empezó la segunda canción. La colombiana, casi sin parar, continuó con su indignación eléctrica. El cubano tampoco rompió con sus pasos, pero se notó que se le estaban soltando las articulaciones.
“Oye no le haces daño!” le grité, pero si me escuchó no lo señaló. La cocina se estaba calentando, por la cuarta canción ya estaba insoportable. Sentía que la música se estaba poniendo más y más fuerte, más fuerte de lo que podía hacer el sistema de parlantes de la casa, y también noté que la luz se estaba disminuyendo, tanto como la energía de la colombiana. Todavía percibía que bailaba alrededor de cincuenta veces mejor que yo, pero también que se estaba cansando.
Ya no martilló más, aunque seguía moviéndose, ya se veía gastada. El cubano, mientras tanto, estaba sudando un poco pero bailando mejor que nunca, girándose, brincando, y cuando empezó la próxima canción rompió la polera del cuello al dobladillo. Ya no había nadie más, cantó toda la canción en voz alta, y su coreografía le hubiera derrotado hasta a la misma Shakira. Bailó hasta la última trompeta, cuando se apagó la música, se prendieron las luces, y aplaudió todo el público.
La colombiana se enfadó y se fue, diciendo ni una palabra. El resto de la fiesta carreteamos hasta las 6 de la mañana, cuando me fui con la polola y el cubano, y fuimos los primeros en salir (descontando a la bailarina desgraciada). La jefa nos despidió con abrazos, agradeciéndonos y especialmente al cubano por haber venido y haberlo hecho un carrete inolvidable.
Ahí está claro el moral, damas y caballeros: siempre hay que confiar en el juicio de la polola, y a la mierda con las normas culturales arbitrarias.